La noche estaba oscura, tan oscura que no se podía ver a la
persona que llevaba al frente. Sin embargo, ella sostenía firmemente la mano de
su hermano que la guiaba sigilosa, pero velozmente por la selva.
Corrían y al
menor ruido se agazapaban para esconderse. Corrieron toda la noche hasta llegar
a la frontera con México.
Sufrió angustiantemente por días hasta ver a sus hermanos y
madre que se reunieron con ellos. Papá nunca apareció.
Bajo un árbol improvisaron una choza y pasarían casi un año
comiendo lo que recolectaban en los alrededores. En los pocos momentos de
descanso recordaban con anhelo aquellos días donde a la luz del comal reían a
carcajadas de alguna tontería del día.
Pero eso había quedado en el pasado, ahora, solo sabían que
debían sobrevivir.
Pasarían casi treinta años para que aquella niña regresara a
su patria, huérfana, con cicatrices en su interior que aún dolían, motivada más
por la curiosidad y sentido de pertenecían que por otra cosa.
Ahora, ve a lo lejos esos montarrales que un día fueron su
hogar. Ahora, calla cuando escucha esos absurdos debates de “si hubo o no hubo
genocidio” ahora, solo queda observar, recordar y ver en sus hijos, la sonrisa
que ella un día perdió.
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