La vio cuando cruzaba la calle y se deslumbró por su belleza, pero
más aún, se deslumbró por el auto en el que ella se conducía.
Procuró hablarle y luego procuró conquistarla, y ella, se
dejó conquistar.
Vivieron mil aventuras y noches de pasión, ella le compraba grandes
obsequios y él se dedicaba a sacarle una sonrisa.
Pasaron uno, dos, quince, veinte, cincuenta años, y él,
seguía sacándole sonrisas, mientras ella pagaba los gastos del hogar.
Pero el ocaso llegó, y cuando ella murió se leyó su
testamento: Toda su fortuna se la había dejado a su sobrino, sí, aquel borracho
que malgastaba todo lo que se le atravesara a su paso. Sin explicaciones, sin
excusas, sin argumentos, ahora, todo era para él.
El funeral fue ostentoso y fue enterrada con los de su
sangre. Y él, se quedó solo y sin nada.
Ahora, en ese asilo de la caridad, al compás de un viejo
reloj, mientras prepara su cama, él se pregunta si valió la pena cruzarse la
calle.