Desperté tras bambalinas de
un teatro enorme, un teatro viejo, que la verdad, no olía nada bien. Vi que en
el escenario habían muchas personas que se mecían con las cabezas abajo, sin
expresión, solo se mecían, como si fueran almas en pena. Todos vestían una
túnica blanca y en el cuello, unos grilletes con cadenas que se extendían a lo
alto y se perdían en la oscuridad.
Las cadenas eran distintas
unas de otras; unas eran oxidadas, otras con grasa, otras de oro, otras de
plata, con diamantes y otras, muy ornamentadas pero manchadas de estiércol. Me
di cuenta que las cadenas estaban muy tensas y casi no les permitían a las
personas estar de pie, solo de puntitas, por eso se mecían, apenas podían
moverse con libertad. Vi al público que efusivo les aplaudía sin parar. Reían y
se congraciaban con ellos, haciendo muestras de aprobación. Los aplausos eran tan fuertes
que casi era ensordecedor.
Me di cuenta que yo tenía
en mis manos dos cadenas nuevas con dos grilletes relucientes y frente a mí,
mis hijos vestidos de blanco y muy inquietos, casi temerosos. Entendí que yo
les debía colocar los grilletes y sacarlos al escenario, pero no estaba
dispuesto a dejarlos pendiendo de una cadena sin casi moverse.
Recordé que yo conocía una
puerta y con sigilosidad, pero presuroso, los tomé de la mano y los guié a la
salida. Abrí la puerta y en la calle había muy pocas personas; caminaban
despreocupados, se les veía tranquilos, sin problemas, en paz.
Les dije que salieran a
caminar y que nunca volvieran a entrar al teatro, que solo debían caminar.
Ellos me pidieron que los acompañara, pero al querer salir, el grillete de mi
cuello me regresó con fuerza. Les sonreí y les expliqué la solución que había
planificado, aunque todos sabíamos que simplemente, yo estaba mintiendo.
Aunque tenían lágrimas en
sus ojos, al fin de cuentas los convencí de salir de ahí y cuando ellos
salieron, la puerta se cerró y la perdí de vista, ya no pude ver dónde estaba
la puerta de salida.
Las cadenas que tenía en
mis manos poco a poco se empezaron a tensar y para que nadie se enterara que
mis hijos habían escapado del teatro, me coloque una cadena en cada una de las muñecas
de mis manos y salí al escenario. Todo el público me vio con la cadena
estirando mi cuello, casi al borde de la asfixia, y las cadenas que me
obligaban a tener los brazos en alto. Ellos
inmediatamente aplaudieron al unísono; unos aplaudieron de pie, otros aplaudían
fuertemente, y otros me admiraban.
Vi entre el público a mi
esposa, pero ella aplaudía a otra persona en el escenario; Estaba como ausente,
aplaudiendo y admirando a alguien más ¿Por qué estaba entre el público, por qué
no estaba en el escenario? Pero pronto me di cuenta que ni ella, ni el público,
ni los iguales del escenario se habían dado cuenta de la ausencia de mis hijos,
nadie había notado que ellos habían escapado. Me di cuenta que había tenido
éxito en algo, había logrado liberar a mis hijos.
Me empezaron a doler las
muñecas por la tensión de las cadenas y entonces entendí el porqué de mi
artritis. Me dolió el cuerpo y entendí por qué yo estaba en el escenario, todo
era por la libertad de mis hijos, no importaba que yo me quedara con los
iguales y mi esposa en el público, si ese era nuestro papel, que así fuera, todo valdría la pena, si mis hijos ahora
caminaban fuera del teatro.
Y ahí me quedé, riendo a
carcajadas, con la luces sobre mí, entreteniendo al público, siendo parte de
los iguales, por toda la eternidad, danzando, actuando, perdido entre todos,
sin importarme nada, porque todo había valido la pena, yo moriría en el teatro
de los iguales, y mis hijos vivirían siendo libres.