“He de confesar que odiaba a Melvin; desde el día que me robó de la casa de mis padres, pasando por los tortuosos momentos en que saciaba su placer con mi cuerpo, hasta los días que me golpeaba, inclusive con el tarro que aún traía de la taberna”.
El sacerdote escuchaba mientras su nariz rosaba sus dedos índices que permanecían unidos en inquietante calma.
“Un día retornó de una batalla y al verme, con violencia me despojó de mis vestidos y tumbándome en la cama me mancilló. Al terminar su salvaje acto me pidió cena y se fue a la cama. Me exigió que le cubriese con más cobijas y se durmió. Mientras él dormía, yo le veía con desprecio y repulsión, fue en ese momento que decidí destapar sus pies. Así lo hice por varios días hasta que empecé a ver un cambio en su semblante.
Vi como su piel se oscureció mientras su rostro dejaba de ser duro y empezaba a palidecer. Le dolía el vientre y el pecho. Vi su mirar tornarse amarillo como el sol pero aun así, mientras dormía, yo seguía destapando sus pies por las noches, no importaba si hubiera calor o tormenta, yo seguía destapando sus pies noche tras noche.
Ayer, a las afueras de la casa vi su orín oscuro como el anochecer, pero aun así le destapé los pies. Hoy no se despertó y cuando llegué del pueblo me di cuenta que su ser ya no existía más".
El sacerdote se levantó y sin mediar palabras con Alda salió del lugar y al cabo de un momento retornó con los guardias que la apresarían.
Esa misma tarde Alda fue juzgada y encontrada culpable de asesinar a un soldado de Esus, dios de la guerra, y al atardecer fue decapitada en la plaza pública. Posterior a su muerte, muchas mujeres fueron acusadas del delito de “destapar los pies” y la historia con el tiempo se convirtió en leyenda.
Hoy, casi mil años después aún se recuerda una vaga historia de la mujer que mató a su marido destapándole los pies por la noche, sin saber que Melvin sucumbió ante una hemocromatosis, que desafortunadamente también se llevó a Alda a la tumba.
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