La dejó ahí y sin dudarlo siquiera, se fue. No volvió a ver,
sus enseñanzas de niño habían calado en todo su ser. Era un hombre fuerte.
Caminó por horas, sin rumbo, solo caminó. Sus pies avanzaban
uno a uno sin tener conexión con su mente que para ese momento, estaba
completamente en blanco.
De pronto, sus pasos se detuvieron abruptamente, fue hasta
ese momento cuando volvió a la realidad: Era él, frente a una vieja sala de
cine.
Decidió entrar, tal vez por el cansancio, tal vez por
curiosidad, pero entró. Se sentó discretamente, como aquella persona que se
sienta en el comedor de un extraño.
Puso su vista en la pantalla y mientras la película se
desarrollaba, se apareció ella en su mente, sonriendo, gastándole alguna
broma, platicando, haciendo el amor, discutiendo.
Recordó cada momento con detalle, los buenos y los malos, y
mientras sus ojos dejaban escapar unas lágrimas, su boca le regaló una sonrisa.
Un suspiro le devolvió el aliento y mientras se encendían las
luces marcando el final de la película, él vio a sus costados, se limpió los
ojos y aplaudió junto con los demás en la sala.
Cuando salió del cine, levantó la cabeza y respiró
profundamente. Jamás regresaría a ese cine, tampoco a la sepultura.
Hoy, algunos aseguran ver a un viejo que, con la mirada perdida,
se sienta en la noche a contemplar las estrellas, llorando y sonriendo al mismo
tiempo.
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