Fue un cuatro de febrero de 1976 cuando la tierra tembló.
Muchos edificios y casas se derrumbaron; gente gritando y corriendo, muchos perdieron la vida, otros se quedaron sin hogar. La desgracia había llegado.
Y entre la muerte y la destrucción estaba ese hombre, con una motocicleta y una venta completa de cigarrillos. Pensó en quedarse a llorar, pensó en vagar por las calles destruidas, pero luego, pensó en salir a vender.
Se vistió como siempre, arrancó la motocicleta y después de esperar unos minutos, emprendió la marcha.
Circuló un par de metros hasta que una persona lo paró “Dame una cajetilla de cigarros” luego llegó otra persona, luego diez, luego veinte. Y así, en pocos minutos, se vendieron todos los cigarros.
Y es que entre la desgracia, las personas sólo querían sentarse, meditar ¿y por qué no? Fumarse algo para pasar el rato.
Pasaron cuarenta y dos años y el pueblo se recuperó; pero aquel vendedor de cigarros, ahora con la cabeza blanca, recordó cómo, de alguna manera, ayudó, sin querer, a soportar la pena de muchas personas con una cajetilla de cigarrillos.
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