Y ahí estaba, sentado a la puerta de aquel taller mecánico. Solo, alejado del mundo, inmerso en las páginas de ese libro de pasta sucia por la grasa de sus manos.
De pronto, lo vi levantar los ojos a la nada, sonreír con satisfacción para acomodarse en su asiento improvisado y volver a introducirse en el mundo que en ese momento, él estaba viviendo.
Y es que, en ocasiones, el mayor placer se encuentra en un puñado de letras que nos hacen imaginar.
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