Se llamó Guadalupe y cuando le conoció, su rostro mostró una
sonrisa que nadie nunca había visto. Él fue su primer amor, y también su
tormento. El día que los cuarenta grados de alcohol recorrieron su cuerpo, ella
no le reconoció. Su golpe le hirió el rostro, pero ella no lloró por eso, sino porque
le había lastimado el alma.
Decidieron separarse y ella se quedó con sus siete hijos que
le dieron una razón para continuar. Tuvo que trabajar duro, cocinar interminables
horas para gente extraña. Sus piernas sentían el dolor por pasar muchas horas
junto al fuego, y luego, recorrer un sendero cuesta arriba en el frío nocturno
para llevar la comida a sus hijos. El verlos comer curó su alma.
Volvió a mostrar su hermosa sonrisa cuando conoció a
Esteban, ese inquieto hombre que soñaba con cosechar cardamomo en la montaña. Y
en su ilusión, decidió acompañarle en su sueño. La cosecha se dio y el progreso
los visitó. Los siete pudieron aprender a leer y escribir, algunos terminaron
la primaria. Compraron un pickup y Guadalupe ya no volvería a hacer comida para
extraños.
Un día, Guadalupe ya no pudo respirar, se apresuraron a
llevarla al hospital, pero ya nada había por hacer, los años junto al fuego
habían destrozado sus pulmones. Entre la mascarilla del respirador artificial
agradeció a Esteban sus cuidados y amor, se despidió de cada hijo y volvió a mostrar
esa sonrisa que siempre la caracterizó. Luego, cerró los ojos y de a pocos, su vida
se extinguió.
Hoy, uno de su hijo me ha contado la historia, y yo, sin poder decir una palabra, imaginé a una mujer de sesenta años, dejar este mundo con la sonrisa más hermosa que nadie vio jamás.
Hoy, uno de su hijo me ha contado la historia, y yo, sin poder decir una palabra, imaginé a una mujer de sesenta años, dejar este mundo con la sonrisa más hermosa que nadie vio jamás.
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