En un momento de soledad, posiblemente de curiosidad o morbo,
el impulso le ganó a la razón y decidió escribirle. Dejó un mensaje y luego se
arrepintió.
Pero para su sorpresa, recibió una respuesta.
Del otro lado de la tecnología, las sudorosas manos
respondían el mensaje, quizá con el mismo morbo y curiosidad, sin embargo, trató de parecer
lo más casual posible.
Y es que en el templo de lo incierto, absolutamente nadie está exento
de caer en la fascinación.
Siguieron charlando tímida y esporádicamente, preguntando tonteras,
dejando pasar horas en responderse, pero, en definitiva, ninguno dejaba morir la
conexión.
Con el corazón acelerado concertaron una cita. Por fin se verían después de tanto tiempo, después de todo lo que habían
vivido.
Pueda ser que el invierno les recordaba aquella noche de
pasión que los hizo fundirse en amor, o simplemente, tenían esa necesidad de
terminar de decirse lo que un día abruptamente se callaron.
Establecieron el día y la hora
exacta para su encuentro, pero en un instante, la comunicación cesó. De
pronto, ambos estaban convencidos que el otro era quien debía hablar primero
para acordar la cita. Así que enmudecieron.
Fue su orgullo, mezclado con egocentrismo, rencor pasado y
una gran dosis de inmadurez la que les hizo desistir precipitadamente de su encuentro.
Ahora, ambos se sienten lastimados, y creen haber tenido la
razón. Se han exculpado y han dejado de buscarse. Se sienten bien, han ganado,
la culpa fue del otro. Pero dentro de ellos, en lo más profundo de su interior,
lamentaron el desencuentro.
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